martes, 24 de abril de 2012


Cien años de soledad

Me encontraba solo, todo había pasado muy rápido y cuando me giraba a ver el pasado nada era lo que fue en aquel momento. Me encontraba solo, solitario, encerrado entre hierros, sin ver el Sol ningún día en poder contemplar el amanecer. Mi día a día era pasar las 24 horas en aquella triste y depresiva habitación oyendo gritos, chillidos y llantos.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte cases de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.” (García M, 1999.11)

Poco recordaba sobre aquel día, poco dos permanecieron en silencio mientras rondaban por las pequeñas y estrechas callejuelas de la aldea. Sabían que se estaban llegando a cabo una serie de fusilamientos y nosotros íbamos en contra de ese ejercito alemán. Cuando llegamos a Macondo de una de esas casetas de barro y cañabrava salió un ejercito vestido de negro y rojo cargados de fusiles que se comunicaban con un lenguaje que desconocíamos, probablemente, Alemán. Sin razón alguna empezaron a acorralarnos y desapareció mi padre; el Coronel Pudresco. Nunca habría pensado que ese buen día tuviera ese triste final. De repente vi mi vida tras unos hierros que venían del techo y acababan en el suelo, estaba solo, en esa cárcel donde solo oía gritos, chillidos y llantos. La celda de la derecha contaba con ese pobre gitano cuyo nombre era José Arcadio Buendía lleno de locuras que creía hacer la octava maravilla arrastrando lingotes por esa pequeña jaula que contaba con menos de veinte metros cuadrados.
Su mujer Úrsula también estaba en encerrada, pero ella se encontraba en la parte de las mujeres, treinta celdas hacia la izquierda, así que durante el día se oían los gritos de los pobres gitanos tratando de comunicarse.
Cada mañana, el guardián se llevaba a dos prisioneros que se arrastraban por el suelo debido a la poca fuerza que tenían y no volvían a aparecer nunca más, entonces llegué a la conclusión que debían ser guillotinados. Aquí empezaron mis cien años de soledad.

Bibliografía

GARCÍA M, G (1999), Cien años de soledad, Ed.El Mundo, Madrid.

No hay comentarios:

Publicar un comentario