Cien años de soledad
Me encontraba solo, todo
había pasado muy rápido y cuando me giraba a ver el pasado nada era
lo que fue en aquel momento. Me encontraba solo, solitario, encerrado
entre hierros, sin ver el Sol ningún día en poder contemplar el
amanecer. Mi día a día era pasar las 24 horas en aquella triste y
depresiva habitación oyendo gritos, chillidos y llantos.
“Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el Coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevo a
conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte cases de
barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas
diáfanas que precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas
y enormes como huevos prehistóricos.” (García M, 1999.11)
Poco
recordaba sobre aquel día, poco dos permanecieron en silencio
mientras rondaban por las pequeñas y estrechas callejuelas de la
aldea. Sabían que se estaban llegando a cabo una serie de
fusilamientos y nosotros íbamos en contra de ese ejercito alemán.
Cuando llegamos a Macondo de una de esas casetas de barro y cañabrava
salió un ejercito vestido de negro y rojo cargados de fusiles que se
comunicaban con un lenguaje que desconocíamos, probablemente,
Alemán. Sin razón alguna empezaron a acorralarnos y desapareció
mi padre; el Coronel Pudresco. Nunca habría pensado que ese buen día
tuviera ese triste final. De repente vi mi vida tras unos hierros que
venían del techo y acababan en el suelo, estaba solo, en esa cárcel
donde solo oía gritos, chillidos y llantos. La celda de la derecha
contaba con ese pobre gitano cuyo nombre era José Arcadio Buendía
lleno de locuras que creía hacer la octava maravilla arrastrando
lingotes por esa pequeña jaula que contaba con menos de veinte
metros cuadrados.
Su mujer
Úrsula también estaba en encerrada, pero ella se encontraba en la
parte de las mujeres, treinta celdas hacia la izquierda, así que
durante el día se oían los gritos de los pobres gitanos tratando de
comunicarse.
Cada mañana,
el guardián se llevaba a dos prisioneros que se arrastraban por el
suelo debido a la poca fuerza que tenían y no volvían a aparecer
nunca más, entonces llegué a la conclusión que debían ser
guillotinados. Aquí empezaron mis cien años de soledad.
Bibliografía
GARCÍA M, G (1999), Cien años de soledad, Ed.El
Mundo, Madrid.
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